Primeras páginas de Algunas mentiras

Portada Algunas mentirasPRÓLOGO

El destino quiere algunas veces que unas historias se construyan sobre los cimientos de otras. Como esas iglesias cristianas que se levantaron sobre las ruinas de templos paganos, para acabar borrándolos, aunque no lo consiguieron del todo.

Las piezas de mi vida las he podido unir cuando ya era tarde. Lo perdido, perdido está. Ansiosa, espero encontrarme sentada en ese avión que me llevará lejos, a otra ciudad y a otras gentes. Tal vez, a otros brazos y a otras caricias que me hagan olvidar. Huyo. Es probable. Pero también obedezco a una petición: «Vete, márchate».

No creía que se pudiera sentir más dolor, después del que experimenté con la muerte de mi madre. Pero el amor duele. Así que aquí estoy, forzando una sonrisa que no siento y reprimiendo unas lágrimas que quieren salir.

Mi historia no empieza conmigo, ni siquiera con Alex. Se inició hace poco más de treinta años, el día que mi madre casi muere ahogada en el mar.

—¡Lía! ¿No me oyes? —grita mi padre y me saca de mis pensamientos—. ¿Lo llevas todo? Tienes que embarcar, ya.

Las lágrimas hacen su aparición y ya no soy capaz de retenerlas. Mi padre, el gran escritor, el que me contó mil historias para dormir, no tiene un final feliz para mí. Me acaricia la cara y me besa la nariz. Se ha quedado sin palabras.

A su lado, Isabel me sonríe y en silencio me dice que todo irá bien. Sé que miente, pero la creo.

 —Escribe, pequeña, escribe y sacarás todo el dolor del corazón —me aconseja papá—. Y cuando quieras hablar, aquí estaré.

—Ya no quiero ser la pequeña de nadie —digo en un sollozo y él, como si tuviera cinco años, me limpia las mejillas con sus pulgares y me hace reír.

—Siempre serás mi niña, mi pequeña.

Me atrae hacia él y me rodea con sus fuertes brazos. Durante un siglo permanezco así, protegida del mundo. Cuando me separo, siento el peso de una mirada que se clava en mí y la ansiedad vuelve a apoderarse de mi cuerpo.

—Solo quería despedirme —murmura el dueño de esos ojos, con un nudo de voz en la garganta.

Inquieta, miro hacia ambos lados. Por un momento imagino que él corre hacia mí y me pide que no me marche.

—Él no está, solo yo, hija.

Los altavoces anuncian la última llamada para los pasajeros del vuelo a Nueva York. El mío.

Vuelvo a abrazar a mi padre, le susurro mil veces cuánto lo quiero. También abrazo a Isabel y le pido que no lo deje solo. A Gerard lo tomo de las manos y él me da un tímido beso en la mejilla, le ruego que cuide de Alex.

Me alejo del pequeño grupo, con la sensación de que los pies me pesan y he de arrastrarlos. Sin poder evitarlo, me giro y me miran conmovidos. Los observo un segundo. Necesito un segundo para grabarlos en mi corazón. El brazo de mi padre se apoya en los hombros de su amigo y esa escena me emociona. Gerard me observa con los ojos achinados, creo que hace esfuerzos para no dejar escapar las lágrimas. Posa la mano derecha en su corazón y da pequeños golpecitos. En un impulso regreso sobre mis pasos y lo abrazo. Llora, emocionado, y en mi oído susurra un «Lo siento».

Me separo con lentitud y les dedico una tierna sonrisa. Sé que les duele verme partir, aunque se hagan los fuertes. Impotentes se resignan a que no hay vuelta atrás, pero las lágrimas los delatan. Mi padre las disimula y sonríe, quiere darme el valor que sabe que me falta. Lanzo un beso al aire y me doy la vuelta. Me alejo, aligero mis pasos cada vez más, hasta correr para no echarme atrás.

 Capítulo 1

Algunos días es mejor no salir de la cama. Después de un fin de semana que no pasará a la historia, mi mente se resiste a activarse para iniciar la jornada laboral. Sin querer, o queriendo, mi recuerdo regresa a las playas de Los Ángeles. A la dulce caricia de unas manos sobre mi cuerpo, mi pelo esparcido sobre un pecho dorado por los rayos del sol, y a una despedida. Las vacaciones son para soñar, pero han terminado. Es lunes y debo volver a la realidad. Pero esta golpea otra vez y nada más llegar a mi puesto de trabajo me encuentro la segunda peor de las noticias, en pocos días.

—¡Nos han vendido! —exclama Berta con cara de alarma.

—No —le digo—. Nos trasladamos de oficina. No te enteras, aún estás con el horario de la costa oeste.

—No te enterarás tú.

—¿Cómo van a vender la empresa? —pregunto sin saber de qué habla.

—El señor Elizalde ha traspasado su negocio a un grupo de abogados: Blasco y Asociados o algo así. ¡Lía, ha vendido la consultoría! Estamos convocados todos a una reunión donde nos lo explicarán.

Caigo en shock; tengo que pagar el alquiler, mis facturas, el coche que quería comprarme, mis próximas vacaciones. Entro en barrena y solo se me ocurre pensar que tendré que volver a casa.

Berta, que por algo es mi mejor amiga, me abraza y me dice que no me preocupe, hablará con su padre y nos encontrará algo. Ella lo tiene fácil, estudió económicas, puede volver con él, pero yo soy psicóloga de empresa. Me dedico a temas laborales, formación y valoración de organizaciones en la consultoría desde hace cinco años. ¿Qué hago en una asesoría jurídica y fiscal? Tampoco quiero tener que recurrir a la ayuda de mi padre.

—¡Joan! —grito cuando veo a nuestro jefe llegar.

Berta y yo lo abordamos en el pasillo, al vernos nos pide calma con las manos. Es nuestro superior directo. Él sabrá darnos respuestas.

—¿Qué ha pasado? —pregunta, exaltada, Berta sin saludarlo siquiera—. ¿Por qué ha vendido la empresa? ¿Qué ocurre con el traslado?

—¿Por qué no nos has avisado antes? ¿Desde cuándo lo sabes? ¿Qué va a pasar? —lo bombardeo antes de que entre en su despacho.

—Berta, Angalia, por favor, un poco de calma. Es lunes, no estresadme de buena mañana que tengo el corazón delicado —señala y sé que quiere transmitirnos tranquilidad con esta broma. Su corazón es fuerte, aunque esté bastante usado, como él dice.

—¡Venga, ya! Si aún pones a la parienta mirando a Cuenca —suelta Berta con descaro.

—¡Berta, por Dios! Que van a oírte —refunfuña, a la vez que mira hacia ambos lados del pasillo, con una expresión que simula recelo—. Ahora hablaremos de eso entre todos.

Entramos en la sala de reuniones, donde ya está todo el mundo. En la oficina somos diez personas, contando a Javier Elizalde, el dueño, y a Joan Pérez, su mano derecha, mi mentor y director comercial. Cuando entran los jefes se hace un silencio. Con seriedad y pocos preámbulos nos explican la situación. Quieren jubilarse y han encontrado un comprador. Así de sencillo. Las preguntas no se dejan esperar. Todos tenemos la misma preocupación. ¿Qué va a pasar con nosotros? Percibo que Joan me mira más que a ninguno. Nos tenemos un cariño especial. Gracias a él conseguí este trabajo, fue profesor mío en un posgrado de recursos humanos y me ofreció hacer prácticas aquí y al final me contrataron.

—Estamos negociando que se respeten algunos puestos —anuncia el dueño—. Pero no puedo engañaros, no están interesados.

Un murmullo de quejas y protestas de decepción se eleva sobre su voz. Él se sienta derrotado en su silla, supongo que sabía que no sería fácil transmitir las noticias. Estoy segura de que hubiera querido escaquearse y decirlo a través de una nota informativa, como cuando nos dijo que nos quedábamos sin prima de objetivos aquellos que no participásemos en la venta del producto, aunque fuésemos quienes lo diseñáramos y tuviéramos el curro.

—¡Señores! —exclama Joan y acalla los cuchicheos—. Nos queda un mes para concretar los últimos proyectos, así que tenemos que ser profesionales con nuestros clientes. Ellos están al tanto del cambio de titularidad y nos hemos comprometido en entregarles lo contratado, en la medida de lo posible. No obstante, tenemos que hacer un trabajo digno de nuestra firma para que la transición sea lo más llana posible. Sabemos el gran esfuerzo que tienen que hacer todos y la situación en la que quedan. Recibirán su liquidación y además obtendrán una prima de indemnización por el tiempo trabajado con nosotros, en compensación.

No hay preguntas, todo queda claro. Nos vamos al paro. Salimos de la sala con las cabezas gachas y con un sinfín de preocupaciones, cada uno.

Berta y yo nos quedamos rezagadas. Elizalde se escabulle hacia su despacho, Joan se nos acerca y nos dice en un tono de voz confidencial.

—Necesito vuestros currículums actualizados para entregarlos en breve. Con suerte, si presiono bien, puedo conseguir que os hagan un hueco, lo mismo que a Carlos.

Casi lo abrazo de la alegría, pero me contengo. Creo que son las palabras de mi amiga las que me frenan.

—Es un gran detalle, jefe, pero no esperes que te lo devolvamos con favores sexuales. Conocemos a tu mujer y nos despellejaría vivas.

Nos reímos ante semejante comentario que ella hace como si estuviese transmitiendo el parte meteorológico.

—No tienes remedio, Berta —admite—. Chicas, el traslado será efectivo en un mes, nos comprometimos a hacer el cambio a las oficinas del nuevo propietario y a ayudarlo en el traspaso con los clientes —confirma serio—. Y ahora a trabajar, tengo mucho que organizar. Quiero los últimos proyectos terminados y entregados en los próximos días. Con eso cerramos este ciclo. Luego ya se verá.

Se despide de nosotras y le hago un gesto con la cabeza a Berta, que caza al vuelo, y vamos directo a los servicios.

—Menuda sorpresa de lunes —ironiza—. Por lo menos tendremos el paro.

—No sé qué voy a hacer, tendré que volver a Blanes con mi padre y tal como están las cosas entre nosotros es lo que menos deseo.

—Si adoras a tu padre. ¿Qué pasa? ¿Problemas en el paraíso? —pregunta con curiosidad y cierta mofa—. ¿O es que ha vuelto a escribir y está insoportable?

Ojalá escribiera de nuevo. Prefiero lo irritable y ausente que está en esos momentos de creación que al nuevo Dylan Taylor.

—Fui a verlo al regresar de Los Ángeles y nos peleamos —confieso y me siento triste al evocar aquel momento. Tenía muchas ganas de verlo, pero no me recibió con buenas noticias, por lo menos no lo eran para mí—. Ha empezado a salir con alguien, quiere que la conozca. Es profesora de literatura. Se conocieron en la universidad, ella lo invitó a dar un taller de escritura creativa. Cuando le dije que era pronto para mí, que no estaba preparada, se molestó y me dijo que yo seguía mi vida y él debía hacer algo con la suya. Quizás mi reacción fue infantil, pero me marché. Me dolieron sus palabras.

—¡Hombres! No entienden nada —murmura, a la vez que me abraza.

—Quiero entenderlo, pero él debe entenderme a mí.

—Dale tiempo —propone comprensiva y, como si nada, cambia de tema y exclama—: ¡Cómo me gustaría seguir de vacaciones! Oye, tus primos son geniales, me los he agregado a Facebook y ya nos seguimos en Twitter e Instagram. También Jack. Por cierto, que sepas, que tiene un montón de seguidoras. No lo imaginé así, tan cercano y normal. ¿Cómo habéis quedado?

—¿Cómo quieres que quedemos? Nos separa un océano. No soportaría una relación a distancia. Además, no sé si serviría para salir con un modelo. A mí ese mundo, al contrario que a mis primos, no me va. Tuvimos nuestros momentos y nos despedimos como amigos. Estuvo bien mientras duró —contesto con una sonrisa pícara en los labios. Me miro al espejo y me aliso el pelo con los dedos, como si lo peinara—. ¿Crees que debería hacerme mechas o algo así?

—No, estás estupenda. La melena oscura hace que destaquen más tus ojos grises —responde y añade irónica—: Y no creas que no me doy cuenta de que has cambiado de tema…

—¿Berta? —la voz de una compañera que entra, nos interrumpe—. Berta, te busca Elizalde. Querrá saber cómo tienen las cuentas —dice con sarcasmo.

—Ah, voy.

Salimos de los lavabos y nos vamos cada una a su despacho. ¿Vacaciones? ¿Qué vacaciones? Si ya casi no me acuerdo de ellas.

 El viernes estoy agotada. Hemos sabido que al final de los ocho compañeros que somos, cuatro serán despedidos; nosotras dos estamos como en el limbo, sin saber todavía qué pasará. Carlos ha declinado la oferta que Joan le proponía, quiere capitalizar su paro e iniciar un negocio y una de las mujeres más mayores se irá con uno de los clientes, a su empresa. Así que los ánimos del personal no están con muchas ganas de terminar los proyectos. A los compañeros le da lo mismo si se concluyen o no. No han tenido ni ganas ni humor de ayudarnos. Se han escaqueado todo lo que podían porque saben que no llegarán a final de mes en plantilla.

Berta, con su buen humor, ha intentado hacer los días más distendidos. Propuso una cena de despedida, pero la gente no tiene muchas ganas y no se apunta nadie, así que decidimos salir nosotras dos a tomarnos algo, necesitamos despejarnos.

Nos encontramos en la puerta del Lamborghini. Me encanta este lugar. Han sabido combinar un buen restaurante con sala de fiestas y, además, en el sótano, hay una sala de jazz con música en directo. Está bastante lleno, menos mal que hemos reservado. Cuando nos llevan a nuestra mesa hay otra vacía, al lado. Pedimos vino mientras miramos la carta. Al momento unos chicos la ocupan, son tres y bastante atractivos. Cruzo la mirada con ellos, dos sonríen, pero el tercero me mira como si le debiera algo. Berta levanta la vista de la carta.

—¿Qué te pides? —pregunto—. No tengo mucha hambre, ¿compartimos el primero?

No me hace ni caso, tiene la vista clavada en la mesa vecina.

—¡Berta! —la llamo un poco más alto de lo que me hubiese gustado.

De pronto, escucho como en eco el nombre de Berta y ella se sonríe, a la vez que se levanta de la silla, y se acerca a uno de los chicos de al lado que también se levanta.

—Hola, Bruno. ¡Qué sorpresa encontrarte!

Se abrazan ante la atenta mirada de sus dos amigos y la mía. Mi mente empieza rápido a pensar quién es este hombre. ¿Bruno? ¿Bruno? Y de repente caigo. ¡El italiano! Un novio que tuvo hace años y dejaron de verse por no sé qué historia, pero del que siempre estuvo colgada. Sin soltarse de las manos, hacen las presentaciones. Se quedan un poco embobados y cuando cada uno se dirige a su asiento, el chico de la mirada penetrante, Alex, dice que podríamos juntar las mesas. David, el otro amigo, llama al camarero y a ellos, que siguen con las manos entrelazadas, se les iluminan los ojos. En unos segundos tenemos todo montado.

Pedimos algunos platos para compartir entre todos y luego cada uno lo suyo. Yo elijo merluza en salsa verde, pero no me gusta demasiado. No sé si es el pescado, la salsa o esos ojos que no dejan de mirarme desde la otra punta. Parece que me analizan.

Bruno y Berta dominan la conversación, los demás somos meros oyentes, aunque de vez en cuando nos incluyen. Así me entero de que los tres son abogados y de que Bruno es hijo de un amigo del padre de Berta. Yo solo digo que soy psicóloga y me dedico a temas empresariales, no tengo ganas de dar más explicaciones. Berta está en su nube y me hace gracia verla cómo se toca el pelo, está nerviosa.

En los postres, David propone ir a una discoteca. Berta me dice en un susurro que quiere ir, que no se me ocurra negarme. Yo estoy algo cansada, casi voy a desistir, pero ella me hace un puchero. David me coge por la cintura y me dice que lo pasaremos bien. Casi pegado a mi oído susurra que cuando quiera irme, él me lleva a casa. Tengo la impresión de que eso ha sido una insinuación en toda regla, aunque yo me limito a sonreír. Un teléfono suena y me siento salvada por la campana, pero no es el mío. Alex, que no deja de observarme sin disimulo —quisiera tener rayos X para saber qué piensa—, me mira con cara crítica y se lleva el móvil al oído.

—Hoy no puedo, otro día —suelta sin mucha emoción—. Te llamo.

Vamos a la discoteca que está a dos calles. Nos acercamos primero a la barra, pedimos unas copas y luego nos sentamos en un reservado. Como Berta está muy entretenida, me levanto y voy a la pista. David viene conmigo, bailamos entre risas y coreamos las canciones. Es divertido. De reojo veo a Alex que se levanta y vuelve a la barra, desde allí nos observa. Creo que los dos nos estudiamos, aunque yo por lo menos disimulo. Me molesta su actitud, no puedo decir que la manera en la que me mira me desagrade, más bien me pone nerviosa, siento que me desnuda.

 David se aventura a cogerme por las caderas y a acercarme a él, lo sigo, aunque marco distancia. Este va muy lanzado y yo no tengo tantas ganas de fiesta como él. Por lo menos no de la misma. Seré antigua, pero necesito conocer un poco a la persona antes de atreverme a acostarme con ella. No quiero agobiarme, ni parecer mojigata, dejo que pase el aire entre los dos y con cierta diplomacia le digo que voy al baño. Después de una larga cola, al salir, alguien me coge del brazo y doy un respingo. Es Alex. Mi corazón sale disparado al sentir el aroma de su colonia que llena mis fosas nasales.

—¡Alex! —exclamo y espero a que diga algo antes de desmayarme por la sorpresa.

—Él no es para ti, no pierdas el tiempo.

—¿Qué? —pregunto descolocada.

—Ya te ha tanteado y sabe que no caerás.

—¿Cómo estás tan seguro? —inquiero irritada, pero ¿quién se ha creído que es?

—David acabará con otra en la cama y tú, en la mía.

¡Esto es el colmo! Suelto una carcajada por no mandarlo a la mierda, aunque se queda tan fresco, se dedica a observarme con los ojos muy abiertos.

—Mira, guapo —espeto enfadada—. Yo también te he tanteado y va a ser que no, no pierdas el tiempo.

Me alejo de él, a pasos agigantados y bastante irritada. Pero eso no es nada cuando al llegar a la pista veo que David está tonteando con una rubia que le da más cancha que yo, hace unos minutos. Este no pierde el tiempo, encima Alex tenía razón. Saco mi móvil del bolsito que llevo cruzado y le envío un mensaje a Berta. Para mí la noche se ha acabado.

 La semana empieza igual que acabó la otra. Berta está encantada con su reencuentro con Bruno, se dieron los teléfonos y wasapean  a todas horas. Parece una quinceañera con su primer novio. Me gusta verla así.

—Estás muy risueña, ¿con quién te escribes? —pregunto con ironía. Está claro con quien y seguro que son mensajes guarros.

—Con Bruno, hacemos planes.

—¿Planes?

—Sí, para el finde —contesta sin levantar la vista de la pantalla del teléfono, pero se me acerca un poco y suelta en tono de confidencia—. Lía, me revoluciona y ya sabes aquello de que donde hubo fuego… Esta tarde tengo hora en el spa, voy a depilarme enterita. Todo, todo. ¿Te vienes?

—No voy a decirte que no —contesto con burla—. Yo también me daré unos mimos, nunca se sabe.

Nos echamos a reír y la mirada que nos dedican algunos compañeros nos coarta, así que cada una se va a su mesa con la cabeza gacha. No está el ambiente para risas.

Joan me llama por teléfono, me pide que en una hora le lleve unos documentos a las nuevas oficinas. Él y Elizalde se reúnen con los nuevos jefes. Me da unas instrucciones de cómo llegar y por quién debo preguntar. Cojo lo que me pide y salgo disparada, pero como no soy muy buena calculando tiempos, llego con bastante antelación, así que me meto en la primera cafetería que encuentro. Mi suerte es extraordinaria, no hay mucha gente y me coloco en un sitio libre en la barra. Un hombre, de espaldas a mí, habla por teléfono, le está echando una buena bronca a alguien, porque le falta no sé qué informe. No me gustaría estar en el pellejo de quien esté al otro lado del móvil. Me pido un café con leche y de pronto se gira y para mi sorpresa unos ojos claros se me clavan. Me siento intimidada y como él no habla me limito a saludarlo.

—Hola, Alex.

—Lía.

No dice nada más. El muy cretino coge su maletín y se va. Me tomo mi café con leche y voy en busca de las oficinas nuevas.

Necesito un momento para hacerme una idea del camino que tengo que seguir, esto es enorme. Cuando por fin llego busco a la tal Roser que me ha dicho Joan y la encuentro esperándome, con mala cara. De inmediato me presento y disculpo. Me avergüenzo por confiarme, con todo el tiempo libre que tenía, llego cinco minutos de retraso.

Coge el portafolio y me despide. Se mete en una sala de la que salen bastantes voces. Mejor me voy, no quiero recibir.

 Por fin viernes. Al salir del trabajo voy con Berta camino del metro y me suena el teléfono. Es mi padre, dudo si atenderlo, pero me armo de valor y lo hago.

—Hola, Angalia. ¿Cómo estás?

—Bien.

Se hace un silencio, pero él lo llena enseguida.

—¿Has escrito? —pregunta. Antes escribía, se me debió pegar al verlo a él crear historias, pero desde que mi madre enfermó no he vuelto a hacerlo. Mi padre es de los que piensan que las palabras sanan el alma y la escritura es terapéutica. Por eso siempre me anima a hacerlo.

—No, papá, no estoy muy inspirada. Me cuesta ponerme.

—Solo tienes que coger una hoja en blanco y dejarte llevar por los sentimientos, algo saldrá.

—Lo intentaré un día de estos.

Se me hace un nudo en la garganta y estoy a punto de echarme a llorar, pero lo contengo, no es ni el momento ni el lugar. Le explico por encima lo del trabajo y rápido me dice que si necesito algo, él está ahí para lo que sea. Me cuenta algunas cosas triviales y me propone quedar. Le doy largas, aunque sé que le hago daño.

—Papá, me pillas mal, ¿hablamos en otro momento? —propongo para cortar la comunicación.

—Está bien, cariño, te llamo otro día. Cuídate, pequeña.

Respiro hondo un par de veces hasta sentir que ya soy dueña de mis emociones.

—¿Sigue con su idea de presentarte a su novia? —puntualiza Berta y me irrita porque da de lleno en la diana.

—¡No es su novia! —casi grito.

—Lía, en algún momento tendrás que ceder, él no quiere hacerlo a tus espaldas.

—Ya lo sé, pero es tan pronto —refunfuño—… ¿Cómo ha podido olvidarse ya de ella?

—No creo que la olvide nunca, pero ha de seguir con su vida —contesta y me coge por los hombros—. ¿Cuánto tiempo hace de lo de tu madre?

—En diciembre hará dos años —confirmo y seguida por la nostalgia continúo—: ¿Sabes? Ellos no tuvieron un inicio fácil. Mi madre tenía otro novio, su gran primer amor, decía. Mi padre fue el segundo. Para él ella era la única mujer en el mundo y supo ganarse su corazón. Eran amigos, creo que los tres formaban una especie de triángulo amoroso. La salvaron de morir ahogada. Mi padre siempre estuvo enamorado de mi madre, pero ella y el otro se hicieron novios, así que nunca intentó nada porque respetaba a su amigo. Pero el novio la engañó y la dejó cuando supo que iba a tener un hijo con la otra mujer. Faltaba poco para que se casaran. Mi madre quedó destrozada y mi padre estuvo ahí, apoyándola.

—¿Y tu padre siguió siendo amigo del otro? —pregunta alarmada.

—No, se pelearon. Mis abuelos vivían entonces separados, la abuela se había venido de Los Ángeles a Blanes y mi padre pasaba temporadas con ella. Cuando se regresaba, como mi madre quería irse lejos para olvidar, le propuso irse con él y la conquistó poco a poco. De niña, ella, me contaba una bonita historia sobre sus dos amores y el regalo que le hizo cada uno. Mis padres se casaron mucho después de haber nacido yo y cuando tenía ocho años nos regresamos aquí. Después de que mi hermano murió.

—¿Tenías un hermano? Nunca hablas de él.

—No lo recuerdo mucho, era más pequeño. Tuvo leucemia —digo y me retiro una lágrima que cae por mi mejilla, no quiero abrir esa caja—. Mamá no soportaba estar allí después de su muerte.

—Tu padre ha sufrido mucho. El último año de tu madre fue muy duro, tal vez le haya removido los viejos recuerdos. La pérdida de un hijo no se supera. Pero ahora puede volver a ser feliz de nuevo —señala Berta con cariño—. Nunca olvidará lo que tuvo, pero puede tener su segunda oportunidad también.

—Sí, supongo.

Me hago una nota mental para llamar a mi padre, pero lo haré otro día, ahora no soy capaz.

 Capítulo 2

El sábado por la noche nos encontramos con los chicos en el Lamborghini, Berta ha quedado con Bruno. Frente a nosotras, en la barra, David, se muestra muy cariñoso con la rubia de la otra vez y yo no sé dónde meterme, cuando los veo. De pronto, la mirada de Alex me atraviesa, seguro que piensa: «ya te lo dije». Para mi salvación veo pasar a unas chicas de la oficina y me voy con ellas a hablar. Están de un bajón increíble, pero soy solidaria e intento animarlas. Al cabo de una hora ya no aguanto más y me acerco a Berta para despedirme, ella también quiere marcharse. Bruno habla con Alex y él se ofrece a llevarnos. Por lo visto se va todo el mundo. David hace tiempo que desapareció, no hay que ser muy lista para saber con quién.

Alex nos recoge en la puerta en un impresionante Audi. Nosotras nos colocamos detrás, pero Bruno va todo el rato girado, las miradas que se dedican estos dos son incendiarias. Al llegar a casa de Berta, Alex detiene el coche. Ella me da dos besos y cuando se acerca a Bruno, para despedirse, le pregunta en un susurro sugerente que no pasa desapercibido para nadie.

—¿Quieres subir?

—Lo estoy deseando —contesta él y baja del coche.

Berta me guiña un ojo y sale tan contenta. Alex me distrae al decirme que me ponga delante. Cuando me siento me mira y no arranca, yo no aguanto más esos ojos claros que me interrogan y no sé qué. Exclamo alterada.

—¡Qué!

—El cinturón, pequeña, no quiero sorpresas —me amonesta tranquilo y arranca cuando termino de abrocharlo. Se une a la circulación y pregunta—: ¿Dónde?

Yo todavía estoy en estado de shock por ese pequeña.

—Dónde, ¿qué?

—Tu dirección o ¿prefieres ir a mi casa?

—¿Por qué iba a ir a tu casa? —suelto molesta y le digo mi calle, pero no puedo morderme la lengua—. No vuelvas a llamarme pequeña, no me gusta.

—¿Por qué?

—Me lo llama mi padre y… mi madre me lo decía también.

Hago un esfuerzo por retener las lágrimas que se me agolpan en los ojos. Creo que se da cuenta de que algo me sucede y agradezco que sea de esas personas que respeta los silencios y no dice nada.

Al llegar a mi calle detiene el coche en un paso de peatones, apaga el motor y me mira a la espera de que diga algo. Dios, esa mirada otra vez. No aguanto que me mire así, me entra un calor por todo el cuerpo que despierta mis sentidos más primarios. Así que me quito el cinturón y, cuando voy a abrir la puerta, su mano se posa sobre mi rodilla. Si no llevara pantalones se habría quemado con mi piel.

—¿No vas a invitarme a subir? —pregunta arrogante.

¡Por Dios, por Dios! Este quiere guerra… conmigo. Lo cierto es que estoy tentada de decirle que suba, pero no soy tan abierta como Berta, y ni siquiera me ha besado. Va al grano, directo, directo.

Le dedico mi mejor sonrisa y le suelto.

—No.

Me observa como si fuera a comerme, yo hago amago de salir, pero él aprieta su mano en mi rodilla, la mueve en una pequeña caricia.

—¿Y mi beso de despedida?

Esta vez soy yo quien clavo mis ojos en él y después de unos segundos no me lo pienso más, me acerco rápido, lo beso en la mejilla y salgo disparada del coche. Cuando abro mi portal, lo veo aún parado. Es un gesto protector, se asegura de que entre. Pero me sorprende cuando me grita por la ventanilla.

—¡Me has puesto un reto, no pienso rendirme!

La semana empieza con mucho trabajo; la mitad de los compañeros ya no están y Berta me dice que se está pensando lo de venir a las nuevas oficinas; su padre le ofrece un puesto y me propone irnos con él. Pero yo no quiero, no sé qué haría allí, le digo que me arriesgaré en el nuevo sitio.

—Entonces nos arriesgaremos las dos —concluye.

El jueves salimos y, como empieza a ser costumbre, nos encontramos a los chicos en el Lamborghini pero, para mi sorpresa, Alex no está solo. Berta y Bruno se dedican miraditas y me preparo porque de un momento a otro desaparecerán. Alex habla con una chica morena que le susurra al oído de vez en cuando, él se sonríe, la coge de la cintura, pero la mirada la tiene clavada en mí. Será descarado, ni siquiera atiende a su chica. Uy, me pongo mala, solo de verlo. Me despido de la parejita, porque sé que se irán a la francesa, y me doy una vuelta por el local. Hay jazz en directo en la pista de abajo, así que me pierdo un rato. Me acerco a la barra y me pido una cerveza. Me apoyo en una columna desde donde se ve muy bien el escenario y observo al grupo. Me encanta el solo que hace el saxofonista. Siento una mano que me coge por la cintura y no necesito mirarlo para saber quién es. Su aroma me encanta, tengo que averiguar qué colonia es.

—¿Me estás evitando?

No le contesto, uso su táctica de la mirada, aunque yo no soy capaz de mantenerla tanto tiempo, mis ojos van de los suyos a su boca. Tiene unos labios carnosos que me muero por besar.

—Te lo tienes un poco creído, ¿no? Me gusta la música y tú deberías volver con tu chica —respondo con indiferencia.

—¿Celosa?

—Eso es lo que quisieras. No soy de tu club de fans, guapo —contesto chulita y me alejo de él antes de que caiga en su hechizo y me tire en sus brazos.

Voy al baño y cuando subo a la planta de arriba me doy cuenta de que él ha vuelto a la barra con la chica morena, muy mona, por cierto, y de que Bruno y Berta ya no están. Mi móvil vibra en el bolsito, lo cojo, es de un número desconocido. Así que paso de él, pero al rato vuelve a sonar y atiendo por si acaso no sea alguien que quiera venderme algo a las once de la noche y sea importante.

Salgo del local porque no oigo bien. Es una mujer, me quedo de piedra cuando se identifica.

—Hola Angalia, soy Isabel, la mujer que sale con Dylan.

—¿Qué quiere? ¿Le pasa algo a mi padre?

—No, no… él está muy bien. Yo… yo quería que nos conociéramos. ¿Puedo ir a verte y hablamos?

Esto es el colmo. ¿Cómo se ha atrevido a llamarme esta mujer?

—No, no… yo… Ahora estoy muy ocupada.

—Angalia, Lía. Si soy la novia de tu padre, lo lógico es que nos conozcamos.

—¡Mi padre no tiene novias! —grito, me paso la mano por la frente e intento serenarme—. Mire, no es un buen momento, ya hablaremos.

Cuelgo y quiero echarme a llorar, pero no me da tiempo. De repente alguien me abraza por la espalda y me manosea. No reconozco su aroma, huele a alcohol. Dios, qué asco. Grito. Siento cómo me empuja hacia la pared, apenas puedo defenderme. Me asusto y grito más fuerte todavía. Sujeta con sus brazos los míos, me tiene aprisionada y dice cosas ininteligibles en mi oído. Este tío no está bien. ¿Dónde se ha metido la gente que había en la puerta?

De pronto, me siento libre y escucho un gemido, casi un aullido de dolor. Me giro y veo cómo un chico gordo y torpe sale corriendo calle abajo y me topo con un torso duro que me acaricia los brazos y nervioso toma mi cara entre sus manos. Dice que todo ha pasado y me pregunta si estoy bien. Con los pulgares retira unas lágrimas que se me escapan sin querer y me dedica una mirada que no sé si es furiosa o de tensión. Este aroma sí lo reconozco, me dejo caer en ese duro pecho y libero las ganas de llorar que tengo. ¡Qué susto! No sé el tiempo que paso acurrucada en su cuerpo mientras él me acaricia la espalda de arriba abajo. Es un gesto íntimo, sin carga de seducción, pero que me serena como si estuviese en los brazos de alguien amado. Creo que su respiración también es de alivio. De repente soy consciente de la escena. Me separo avergonzada, él me dedica una mirada seria y me señala un coche, su coche, que está aparcado a escasos metros, a la vez que me exige que suba.

Camino a su lado, pero me tiemblan un poco las piernas. Él se da cuenta y me sujeta del brazo, me dirige a la puerta de atrás y en ese momento me doy cuenta de que hay alguien más, dentro. Me inclino un poco y, a través de la ventanilla, veo a la chica morena en el asiento del copiloto que me mira con cara de preocupación. Me recobro en un segundo y me niego a entrar.

—No seas cría —me dice con una mirada de reproche—, te llevo a casa.

—Puedo irme sola —refuto—. No quiero molestar.

—Sí, ya veo cómo te manejas sola —contesta con sarcasmo y añade—: Y no molestas. Será un placer.

 Seguir con la novela Algunas mentiras

COR CON NR

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3 comentarios en «Primeras páginas de Algunas mentiras»

  1. Hola Nuria
    Leí hasta el final cosa rara dado el tema y el estilo de taller literario, todo muy alejado de lo mío.

    Cuando me di cuenta como venía la mano estuve a punto de salir, sin embargo continué.

    Es una debilidad que tengo, cuando a alguien le regalo unos cuantos renglones de atención, me da cosa no continuar.

    Quien sabe tenía alguna magia que no comprendía pero sentía de alguna manera.

    No voy a leer la continuación, pero si te digo que no la pasé del todo mal con tu personaje o con vos, tal vez sean lo mismo, vaya uno a saber.

    El utilitario sexo, eso según las mujeres, como herramienta de uso práctico. Vos no sos una excepción.

    En nosotros los hombres una necesidad, en Uds. una herramienta para alcanzar sus objetivos, siempre a mano, siempre latente.

    Aunque a veces les pase como a un antepasado mío, un tal Icaro, esto según historias que me contó mi tío Eulogio, Icaro se quemó las alas por acercarse demasiado al Sol.

    Vos nunca olvidés que los hombres somos soles.

    No dejés de continuarlo el cuento, creo que te hace bien.

    Saludos

    ¨rubenardosain.wordpress.com¨

    Responder
      • Hola Nuria
        No se como te descubrí, nunca supe nada de vos, pero te descubrí.

        No se si podría describirlo como que me gustó, pero me atrapó.

        Nunca esperé que tomaras en cuenta mi simplón comentario y perdieras tu tiempo contestándolo, pero lo hiciste.

        No se que otra sorpresa me darás, pero bueno, el Azar generó la evolución, veremos.

        ¿Me aceptás ¨cariños¨ en vez de ¨saludos¨?

        A veces más vale pedir clemencia, que autorización, en mi vida fue casi una constante lo primero.

        Así que…

        Cariños.

        Rubén

        ¨rubenardosain.wordpress.com¨

        Responder

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