El cielo plomizo traía lluvia de nieve, el viento arreciaba y helaba los rostros y las manos de aquellos que osaban salir y enfrentarlo. Parecía que Eolo quería mostrar su poder aquellos primeros días de invierno.
Una anciana cruzaba la solitaria avenida. Con su cuerpo menudo luchaba contra la inclemencia del tiempo ayudada de un paraguas como escudo, que se doblegaba a la voluntad del aire, y un carro de la compra que parecía anclarla al suelo. Lenta, pero segura avanzaba conquistando cada paso. Al fin llegó a un portal y recogió el desvencijado paraguas. Lo miró calibrando si merecía la pena conservarlo y decidió que bien podría resistir otro aguacero.
Cuando llegó a su casa un hombre de su misma edad, ataviado con una bata de cuadros y unas zapatillas azules a juego la esperaba sentado, adormilado cerca de un radiador.
—¡Vamos a tener unas navidades blancas! —exclamó la mujer con entusiasmo.
Él se despertó de golpe y la observó extrañado.
—¿Dónde has ido con este frío? —preguntó al tiempo que se levantaba para ayudarla. Sus pasos fueron torpes y pequeños.
—Me faltaban unas compras.
—Ay, María, sigues con lo mismo —observó apesadumbrado—. Ellos tienen su vida y sus cosas. No tendrán tiempo de venir.
—¡Es Navidad, Antonio!
El anciano la miró con ojos tristes. Le dolía romperle la ilusión, pero sus hijos vivían muy lejos. No vendrían a pasar unas pocas horas con ellos. Aprovecharían aquellos días de fiesta para viajar a otras ciudades, encontrarse con amigos. No iban a pasar su tiempo con unos viejos.
—¿Has desayunado? —preguntó ella después de quitarse el abrigo, cambiarse el calzado y arrebujarse en su bata. Se la había regalado su hijo mayor, no recordaba cuándo.
—Te estaba esperando, pero he hecho las tostadas.
Entraron en la cocina y mientras ella ponía una cafetera en el fuego, él sacaba del carro varias tabletas de turrón, bombones, una gran caja de gambas y varias cajas amarillas con un pavo dibujado.
—¿Vas a hacer canelones? —preguntó sorprendido. Había mucha comida ya preparada. Ella asintió con satisfacción.
—Claro, ¿para que crees que es toda esa carne de la olla? Y sopa y gambas… Ay, Antonio, una comida de navidad decente.
Él la observó sin atreverse a decir nada. Disimuló su pena, no quería decepcionarla, pero sus hijos no iban a acudir a su casa aquellas fiestas, como no lo habían hecho las pasadas y aunque ella los justificaría, sabía que le dolería el corazón.
—Bueno, pero no hagas muchos, ¿de acuerdo? No quiero estar toda la semana comiendo sobras.
Desayunaron mientras recordaban otros tiempos, cuando la casa estaba llena de niños, niños que crecieron y se hicieron adultos y tuvieron sus propios hijos. Cuando el espacio se quedaba pequeño y hasta debajo de la mesa había un chiquillo. ¡Cómo había corrido el tiempo! Antonio aún sentía el calor en sus brazos por sujetar a su hija para que coronara el árbol con una estrella. Aquel árbol que ahora adornaba solo, aunque en su mente siempre lo hacía con ella.
María celebraba las fiestas con mucho entusiasmo y le gustaba decorar la mesa bien bonita, de blanco, rojo y dorado. Hasta en los malos tiempos en los que no podían permitirse lujos, ella los había sorprendido con algo. Un poco de jamón, una buena botella de cava, chocolates y turrones para los niños tras la sopa y la escudella… y nunca había faltado un villancico. Noche Buena y Navidad siempre habían sido especiales hasta que los hijos se hicieron grandes y volaron del nido. Y él los echaba tanto de menos esos días…
Antonio la vio trajinar todo el día en la cocina y la ayudó en lo que ella le dejaba, aunque obedecía sin rechistar. «Ayúdame a poner la mesa, Antonio», y la ayudaba. «Saca los candelabros con las velas» y los sacaba. «¡Ay, Antonio! La cubertería nueva», le reñía y él la cambiaba… todo por verla feliz.
Cuando estuvo todo preparado. María se cambió la ropa de estar por casa y tendió sobre su cama unos pantalones nuevos y un jersey azul de lana para que él se los pusiera.
Fuera, tras los ventanales, el viento arreciaba y los primeros copos blancos habían empezado a caer. Hacía frío, pero era tan bonito el espectáculo que María no pudo resistirse y salió al balcón.
—¡Mira Antonio! Si parece una postal.
Él la siguió y posó el brazo sobre su hombro, atrayéndola hacía él. En silencio contemplaron la avenida iluminada.
—Anda, entra que ya no eres tan joven y te vas a enfermar —bromeó él tras contemplar el paisaje.
Luego se sentaron junto a la mesa y esperaron con la televisión encendida.
Antonio veía pasar el tiempo. Su ansiedad crecía al ver que el objeto del deseo de su esposa no llegaba. Los hijos que tanto trabajo les dieron, esos a los que tanto amaron no estaban con ellos. Sin darse cuenta se adormiló.
En la bruma de sus sueños deseó que la navidad fuese como antaño, toda la familia reunida alrededor de la mesa.
—¡Vamos a tener unas navidades blancas!
La voz de su mujer lo sacó del duermevela.
—¿Qué dices? —preguntó extrañado, aquella escena ya la había vivido.
Al mirar a su alrededor Antonio tuvo la impresión de que su mañana se repetía. Se tapó la cara con las manos y al descubrirla necesitó parpadear al darse cuenta de un extraño olor. Entonces lo supo. Las tostadas se habían echado a perder y él seguía en bata.
Con una exactitud milimétrica comprobó que su día se sucedía tal y como había soñado. Trató de hacer comprender a su mujer que nadie cenaría con ellos y que no hacía falta tanto esfuerzo. Ella, como si no escuchara, no lo atendió.
—Quizá podemos ir empezando a cenar —dijo cuando le pareció que era la hora.
—Vendrán.
—¿Te lo han dicho?
—No, pero sé que vendrán.
La miró como si supiera lo que él pensaba, que los hijos acabarían llamando y excusando su ausencia: una fiesta, la niña quiere ir con los amigos, hace frío, están muy lejos. No quiso decepcionarla. Sabía, igual que ella, cómo acabarían la noche: sentados en el sofá con las manos entrelazadas bajó una manta.
—Entonces brindemos por ti y por mí, por el tiempo que tenemos. Por toda una vida juntos —dijo él con el cava en la mano y una tierna sonrisa dibujada en los labios.
—¡Una copita Antonio, solo una copita! —exclamó risueña. Chocaron sus copas como habían hecho tantas navidades atrás y después, ambos dieron un pequeño sorbo sin dejar de mirarse.
En aquel momento llamaron a la puerta. Antonio con expresión de fastidio miró hacia el techo, mientras María se dirigía a abrir. Sería la vecina que vendría a pedirles sillas. Pero un ruido de risas y gritos le hicieron acercarse al pasillo.
Como si vinieran de un largo viaje, sus tres hijos, sus nueras, su yerno, sus nietos, hasta el perro de uno de ellos entraban con una expresión de alegría en sus caras.
María se le acercó emocionada, se agarró a su brazo y susurró solo para que él lo escuchara.
—Hombre de poca fe. Algunos sueños se hacen realidad.
Por un momento no supo discernir si el día se había repetido, había vivido un sueño y se le había cumplido o si la brujilla de su esposa lo conocía tanto que había querido bromear con él. «El tiempo no da marcha atrás», se dijo. No quiso demorarse más, algunos días podían ser mágicos. Se dirigió hacia el grupo que entraba cargado de paquetes para dejarlos bajo el árbol y emocionado exclamó con alegría:
—Ho-Ho-Ho ¡Feliz Navidad!
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