Santa y el pequeño Blai. Con mis mejores deseos. Feliz Navidad!!
Aquel corredor, donde se aguardaban las noticias de familiares y amigos, era todo lo que un lugar de espera no debería de ser: desangelado, con paredes blancas y frías; en las que ni siquiera un cartel de silencio decoraba la sala. Ni una sola planta que con su colorido diera una pizca de alegría. Casi escondida, una máquina de supuestas delicias, con sus casilleros medio vacíos y unas sillas de plástico incómodas, que recorrían el prolongado pasillo, era todo el mobiliario del lugar.
Fuera de allí, la ciudad y los comercios vestían sus mejores galas para recibir los días navideños. Pero en la gélida estancia parecía que el tiempo se había congelado y solo la cadencia del tintineo de una campana se filtraba como el aire por las rendijas de las ventanas.
El pequeño Blai, con ojos curiosos, buscaba el origen de tan peculiar sonido. Quería levantarse, investigar quien osaba perturbar el silencio de tan respetable sitio, pero no se atrevía. Su madre, sentada junto a él, agarraba su mano con fuerza, mientras sollozaba en silencio; quizás en la creencia de que él no se daba cuenta.
Nadie le había explicado qué hacían allí, pero él lo sabía. Hacía un buen rato que habían llegado la abuela y sus tíos; incluso uno que hacía tiempo que no veía, porque su papá y él se habían disgustado. Eso se lo había escuchado decir a la otra abuela, pero ella ya no estaba; aquel verano se había ido al cielo. Y la echaba tanto de menos. Con ella habría podido hablar de lo que ocurría. En sus recuerdos encontró una de sus últimas charlas: «Observa a tu alrededor y las cosas te dirán qué pasa». Y en eso estaba. Miraba las caras afectadas de sus familiares, que desde los asientos de enfrente los contemplaban, a él y a su compungida madre, con vistazos disimulados, con muecas lastimeras, con pena en sus labios. Por un momento quiso gritarles y pedirles que sonrieran. Su papá siempre le decía que no le gustaban las caras tristes.
La melodía pareció acercarse por el pasillo, como si cruzara a otro recinto y aprovechó el descuido de su madre que aflojó su agarre para buscar algo en su bolso. Liberándose se levantó con prisa y se separó unas pocas zancadas.
—¡Blai! —gritó esta, en un susurró cortante, a la vez que estrujaba un pañuelo entre los dedos—. No puedes marcharte.
—Solo quiero ver a Papá Noel, no he podio darle mi carta.
—Déjalo ir, está aquí mismo —señaló el tío, casi un desconocido. Él era pequeño la última vez que lo vio.
Corrió por el pasadizo en busca del tintineo y encontró un cruce de caminos. Agudizó el oído, giró a su izquierda y en pocos pasos encontró una pequeña sala. Sin embargo, un poco más allá, unas puertas acristaladas se abrieron y salieron dos mujeres apesadumbradas. No lo dudó y entró, su papá estaría allí dentro. Sorteó un mostrador muy grande, donde una chica miraba el móvil; la musiquilla de un villancico la distrajo de su presencia y él pudo revisar, uno por uno, los pequeños cubículos que se distribuían en la pieza. Encontró a su padre en el último y su estampa lo asustó. Dormía; sin embargo, algunos cables lo ataban a varias máquinas, incluso tenía un tubo que hacía mucho ruido. Así era imposible descansar. Se le acercó sin miedo. A pesar de todas aquellas cosas, parecía muy plácido. Tenía los brazos sobre las mantas y agarró su mano como cuando paseaban por el parque. De un impulso se subió al colchón e inclinado sobre su oído le susurró.
—Papá despierta, es Nochebuena y mañana Navidad. Nos esperan los regalos en casa y has de hacer que mamá deje de llorar. —Lo zarandeó un poco y susurró conteniendo la emoción. Él no lloraba, ya era mayor—. Despierta. No te puedes quedar aquí solo.
Le dio un beso en la mejilla y lo notó frío. Quiso arroparlo mejor, pero alguien lo interrumpió.
—¡Ey! No puedes estar aquí.
La joven del mostrador lo había descubierto. Sin mediar palabra, Blai se escabulló y salió corriendo. Se refugió en la sala que había visto antes. Al cruzar la puerta observó que el sitio era más bonito que donde su madre y él esperaban; para su sorpresa estaba lleno de gente; le parecieron duendes por sus ropas verdes o batas blancas. Sentado en una butaca, Papá Noel sostenía un vaso que alguien le entregaba y, de la humeante taza, salió un aroma que le recordó al chocolate caliente que los domingos desayunaba.
—¡Eh, Santa! —oyó llamar a alguien—. Quizás el crío no tuvo tiempo a entregar su carta.
—¿Qué haces aquí, pequeño? —preguntó el hombre orondo de barba blanca.
Al instante varios pares de ojos lo contemplaron; algunos con sonrisas en sus rostros, otros con censura en sus caras, pero nadie le dijo nada. Por unos segundos sus pupilas se clavaron en los iris azul cielo del hombre vestido de rojo que, tras un sorbo, había abandonado la bebida caliente sobre una mesa. Su mirada era tan clara como las aguas cristalinas del mar al que su padre lo llevaba. Si no fuera imposible hubiese dicho que le brillaban y sintió que el nudo que había en su pecho se aflojaba.
Un poco nervioso, sacó un papel arrugado de su bolsillo y miró al hombre con vacilación y duda; no sabía si entregarle aquel pliego que atesoraba y había escrito con prisa en el reverso de una propaganda. Blai, a pesar de la valentía de sus siete años, sabía que su letra no era bonita, ni que así se hacían las cosas. Quizás su padre se enfadaba. Lo habían esperado tanto tiempo en los grandes almacenes que cuando su madre recibió aquella llamada, que la puso tan nerviosa, tiró de su mano y no pudo entregar su lista de deseos. Sin embargo, ya no quería nada de aquello: Ni el barco de piratas, ni el camión de los cars. Ni siquiera aquel ridículo traje de Spiderman o el guante que lanzaba telarañas. Solo quería que su papá despertara.
La mano enguantada que lo invitaba a acercarse le dio el coraje que le faltaba y al llegar junto al hombre, con un rápido movimiento, este lo agarró por la cintura y lo sentó en su regazo.
—¿Qué te preocupa jovencito?
—No he podido dejar mi carta…
—Pero eso no es problema —señaló una simpática mujer que llevaba un gorro verde—. Puedes decírselo al oído a Santa.
De pronto toda la gente que allí se congregaba dejó lo que hacía, un extraño pitido sonaba en algún lugar y como si fuese la sirena de su colegio, que anunciaba el fin del recreo, aquellas personas se marcharon apresuradas.
El viejo de barba blanca no se inmutó y le dijo que le explicara qué le pasaba. Blai sabía que tenía poco tiempo. Santa tenía que marcharse a repartir regalos, pero él no iba a entretenerlo mucho, solo pediría un único deseo. Le contó al oído lo que sabía, no quería que viera que una lágrima le caía por la mejilla al acordarse de su papá. Un señor con un coche lo había atropellado, tenía un fuerte golpe en la cabeza y algunas costillas rotas; sin embargo, a pesar de los cables y el tubo que había visto, lo que más lo asustaba era que no pudiera despertar. Santa asintió con la cabeza, él le entregó el papel arrugado y, como si recordara algo, se bajó de sus rodillas y salió disparado. Su madre lo estaría buscando.
No se había equivocado. Al final del pasillo la divisó, parecía alterada. Se arrodilló para recibirlo y se le abrazó asustada.
—¿Dónde te habías metido? Nos han llamado. Eres tan pequeño aún, pero papá… papá ha despertado.
—¡Mamá… que ya soy grande!
El tintineo de una campana se acercó hasta ellos. Blai vio pasar a Papá Noel que, sin detenerse, siguió su camino con su inseparable saco al hombro. Entonces lo vio, un papel le caía al suelo y corrió hasta él. Al recogerlo lo reconoció: era su carta arrugada.
—¡Eh! —gritó sin saber qué decirle a Santa.
Sus miradas se cruzaron y de nuevo aquel brillo en sus ojos, azul claro, lo sobrecogió. El hombre levantó una mano, como si fuera un soldado y saludara con dos dedos, le guiñó un ojo y con una gran sonrisa se despidió, a la vez que hacía sonar su campana.
—¡Ho-Ho-Ho… Feliz Navidad!
Nota de la autora: Este cuento está inscrito en Safe Creative bajo el Código de registro: 1812169348232