La nieve había caído durante toda la noche y las aceras, los tejados, hasta los balcones, estaban cubiertos del helado polvo blanco. El día despertaba y las luces de las viviendas comenzaban a encenderse, iniciándose la rutina de una nueva jornada. Mientras, en la casa que quedaba al fondo de la gran avenida, tres tímidos niños se asomaban, acurrucados por el frío, a los grandes ventanales de su nuevo hogar, con cara de asustados. Nunca habían visto algo parecido.
—No temáis, es nieve —les gritó una voz desde la puerta de la habitación.
Ellos se volvieron y sus rostros se tornaron más asustados, si cabía. No podían creer lo que sus ojos les mostraban.
—¿Pu… Puedes hablar? —preguntó la pequeña Estela.
—Claro que puedo hablar. Los perros pueden hablar cuando quieren hacerlo.
—Yo nunca he visto uno que lo hiciera —repuso Andy, el mayor de los tres niños.
—Para hablar hay que querer hacerlo igual que para caminar. Si no escuchaste uno antes tal vez la culpa no fue del perro.
Andy se enfurruñó y se sintió aludido en aquella velada reprimenda. En su joven mente visualizó una vez que un can se le acercó a olisquearlo y él, ante el temor de que lo mordiera, le dio una patada. Miró al suelo arrepentido.
—¿En serio? —preguntó Cora con sorpresa. Los ojos brillantes del recién llegado no le dio lugar a dudas y cómo si aquello que estaba presenciando fuera algo de lo más común añadió hacia su hermano con cierto regodeo—. Tampoco habías visto… nieve
—¿Cómo te llamas? —preguntó Estela.
Los niños se acercaron con cautela y lo rodearon.
—Soy Max, pero vosotros podéis llamarme Sr. Max.
Estela quiso tocar su fino pelo, pero se sintió cohibida. Un montón de preguntas se le agolpaban en la garganta. ¿Qué le ocurría al cielo para que algo así sucediese? ¿Dónde se había metido el sol?
Pareció adivinarle el pensamiento y el animal empezó a hablar como si estuviera en un aula repleta de alumnos y asistieran a su clase magistral. Les explicó que las nubes estaban formadas por diminutas gotas de agua y cuando llegaban a temperaturas muy, pero que muy bajas se transformaban en pequeños y finos cristales de hielo que caían a la tierra en forma de copos de nieve. Estos al juntarse entre sí podían formar figuras geométricas diversas.
— Y cuando eso ocurre hace mucho, pero mucho frío —concluyó cautivo por las miradas de los tres niños.
Un silencio de aceptación siguió a la larga explicación.
—Sr. Max, de dónde venimos nosotros el sol siempre calienta el aire. A veces es tan ardiente que se secan los ríos y las plantas se queman, pero nunca habíamos visto algo igual, tan blanco… Es bonito —declaró Cora.
—Así son las cosas mis nuevos amigos. Hay lugares en los que nieva tanto que no puede verse el sol y en otros, hace tanto calor que no deja espacio para el frío. En nuestra ciudad tenemos suerte, a veces hace calor y otras veces, frío, y la nieve nos visita de vez en cuando, dándonos este bello espectáculo. Si queréis podemos salir al jardín y hacer un muñeco de nieve —propuso el Sr. Max—. Es lo habitual.
Los niños decidieron seguirlo. Para ello tuvieron que asumir todas sus instrucciones y buscar ropa de abrigo. Estaban emocionados. Nunca habían hecho un muñeco de nieve, aunque no debía de ser muy difícil. Ellos tenían práctica en hacer castillos y estatuas en la arena húmeda de la playa y no tenía que ser muy diferente.
El Sr. Max comenzó a disertar sobre cómo debía de ser el proceso que se debía seguir para hacer un muñeco de nieve: bola grande, para los pies; bola mediana, para el cuerpo; bola pequeña, para la cabeza; sombrero; bufanda; zanahoria para la nariz; escoba o bastón, guantes entre las manos… El desacuerdo llegó en cómo debían ponerse los brazos y algunos elementos, así que los tres niños decidieron, en consenso, salirse del esquema teórico dictado y dieron forma a su muñeco en una actitud que invitaba a aproximarse.
—Creo que no está mal del todo —admitió el Sr. Max—, pero ¿por qué está así?
Numerosos curiosos se habían concentrado alrededor de los niños cuando terminaron el muñeco. La pequeña Estela fue la primera en acercarse y como empujada por un impulso interno, se abrazó al muñeco. Para sorpresa de todos, éste rodeó con sus enormes brazos abiertos en cruz, el cuerpo de la niña y un pequeño halo de luz se dibujó alrededor de ambos, generando un momento impreciso de calor. Al separar los cuerpos la luz se difuminó.
Ante la mirada atónita del Sr. Max, Andy y Cora hicieron lo mismo que la pequeña Estela y sus caras sonrientes y de alegría al separar los cuerpos cautivó al grupo congregado que con rapidez comenzó a hacer una hilera ordenada. La fila empezó a ser muy numerosa, las gentes se sumaban ante el rumor que iba corriendo:
Con un abrazo, la alegría toca el corazón.
Todos los vecinos querían experimentar esa alegría y poco a poco las gentes fueron apartando sus tristezas y, aunque no eran los mejores tiempos, empezaron a sentir que a veces la sonrisa de un niño y un abrazo es lo único que nos hace sentir bien.
¡¡¡FELIZ NAVIDAD!!!
Nota de la autora:
Este cuento forma parte de una colección de Cuentos de Navidad con un código en el registro de la propiedad intelectual y en SafeCreative ese código es:
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<span>CUENTOS DE NAVIDAD</span> –
<span>CC by-nc-nd 4.0</span> –
<span>Nuria Rivera Nogales</span>
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